La enfermedad es una circunstancia de la vida. De hecho, sin vida no habría enfermedad. En el proceso de nuestro camino por la tierra estamos rodeados de un entorno y tenemos unos determinados comportamientos…
Vivir en la ciudad supone estar expuestos a la polución; vivir en el campo es vivir en aislamiento. Las decisiones, la carga de los ancestros, la responsabilidad del trabajo o de tener hijos forman parte de este camino vital.
Los actos y comportamientos de una persona tienen una parte condicionada por el entorno y otra parte que lo está por nuestro esquema de identidad y creencias.
La organización de la persona es multinivel. Formamos parte de una tribu y tenemos órganos internos y los órganos están formados por células y éstas a su vez por orgánulos.
La acumulación de factores estresantes, a lo largo de nuestro ciclo vital, nos ayuda a crecer o a autodestruirnos. El estrés positivo o eu-estrés nos lleva al crecimiento, a la sobrecompensación. El distrés o estrés malo nos destruye.
Otro aspecto a considerar es el paso del tiempo que nos conduce a un estado de desorden. No es una opinión: es la segunda ley de la termodinámica… es ciencia. El peso de la gravedad, las cicatrices de nuestro vivir (tragedias familiares, el peso del cuerpo, los cortes y arañazos,…) marcan nuestro cuerpo psicosomáticamente.
Una persona que recibe una “sobredosis” de emociones queda marcada por contracturas musculares o rigideces faciales porque el cerebro no puede procesar toda la información y se vuelve incompetente.
El exceso de datos se canaliza orgánicamente a través del sistema nervioso opiáceo: el gran desconocido. Este “segundo y doble” sistema nervioso es más rápido y antiguo que el electroquímico; está, regulado por polipéptidos y tiene receptores distribuidos por los órganos periféricos como el colon, el sistema linfático o los linfocitos.
El estudio de este sistema nervioso oculto es el fundamento de la psiconeuroinmunología (PNI). El paso de los años marca a nuestro sistema músculo-esquelético y a nuestros órganos.
Además, las emociones, especialmente las de gran magnitud: alegrías y miedos, la angustia y la euforia, conforman o alteran el orden de nuestro cuerpo, de nuestras moléculas.
Cuando nuestro comportamiento es inadecuado, cuando las circunstancias nos imponen su rigor, cuando nuestras decisiones son aberrantes, el conjunto del sistema orgánico se altera.
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Entramos en una fase de desorden. En general se genera un círculo vicioso de alteración-compensación-mayor alteración. Es en ese momento cuando el propio organismo, el colon, las arterias o las mitocondrias (ATP) dicen: “¡basta!”. ESTAMOS ENFERMOS Y DEBEMOS PARAR. Nuestro cuerpo orgánico nos dice: “¿Estás tonto?” o “¿Vas a seguir así?”
Desde el punto de vista de la teoría del caos o de los sistemas turbulentos hemos llegado al máximo desorden. Por eso tenemos fiebre, que viene y va, expulsamos fluidos o quedamos aletargados. Es el momento de entrar en estado de recuperación: reposo, caldos (alcalosis), sudar y todo lo que conlleva el concepto de “estoy enfermo” popular.
El “estado de enfermedad”, el momento de crisis, es el de máxima confusión y caos. La resolución de este desorden sólo tiene dos respuestas: morir o llegar a un estado de nuevo orden.
El organismo muerto se disuelve y vuelve al ecosistema. La persona “reorganizada” viene con nuevos potenciales, tiene un nivel de orden superior. La enfermedad es una oportunidad. Enfermar es curarse a un estado de una organización más elevada. Por eso, ¡los ancianos son sabios! La enfermedad conduce a la sabiduría.
«Es el terreno, no el patógeno, el que provoca la enfermedad». Esta frase de A. T. Still, fundador de la osteopatía, resume la idea de que enfermamos cuando ponemos en peligro la integridad del organismo y sus tejidos (el terreno).
Una deducción de ello puede ser: a lo largo de la vida el cuerpo «crea» enfermedades, dejando que los patógenos se desarrollen para que nos detengamos en el camino, nos prestemos atención y cambiemos actitudes y enfoques.